Avelino Fierro

Fotografía: José Ramón Vega

AVELINO FIERRO

Fiscal de Menores de León
Escritor

¿Recuerdas cuál fue el primer libro que te leyeron o leíste?

No tengo ni idea. Uno no tiene la memoria prodigiosa de una Rosa Chacel, que se atrevió a redactar un libro de recuerdos sobre los diez primeros años de su vida. Me leerían –y me contarían– cuentos. Mi abuela Ángela tenía algunas historias sobre pastores y lobos y sobre la guerra. Sí recuerdo bien –quizá porque lo recuperé hace unos años y lo he vuelto a ver– un manual escolar o de lecturas: Oíd niñas…, de Federico Torres. Uno de esos libros que enseñaban a amar a la familia, a los maestros, a Dios y a la patria. A través de un lenguaje figurativo y poético, y dirigiéndose el autor al lector en primera persona, aquellos textos conseguían llegarte y despertar emociones. Además, las ilustraciones solían ser muy bonitas. Se me quedaron grabados muchos de aquellos personajes: el ratón de campo, el flautista de Hamelín, Osito sin rabo, la rana viajera… También recuerdo a mi padre recitando alguna poesía, de memoria y con buena entonación y sentimiento. Me gustaba aquel poema de José Carlos Luna, “El piyayo”. Creo que llegué a intuir que en aquella especie de salmodia o canto –en la poesía, en definitiva– había algo distinto a las otras historias que me narraban.

El azar puede ser determinante en la vocación del lector. Muchos hablan de hallazgos, maestros, bibliotecas o personas determinantes en su vicio como lectores. Eugenio de Andrade, el poeta portugués, decía en una entrevista, que descubre a los cuatro años la poesía en la imagen de su madre cantando, la poesía cuyo ritmo es el del habla, del Romancero, y después de la poesía oral la escritura viene de la mano de un profesor de matemáticas, un vecino que le da clases y le va dejando libros cuando se da cuenta de que le gusta leer.

¿Existe en tu caso esa primera lectura que marcó un antes y un después?

Yo no tengo muchos recuerdos sobre esto. En mi caso no hubo biblioteca familiar, profesor o amigo que me guiase. Puede que empezase a disfrutar con la lectura y a tener ese deseo con los libros de Guillermo Brown, y con una edición infantil del Robinson Crusoe y Miguel Strogoff.

Los libros en aquella época eran como de cartilla de racionamiento. Recuerdo leer en casa de mis padres La hora 25, de Virgil Gheorghiu, Cuerpos y Almas, de  Maxence Van der Meersch, Las mil mejores poesías de la lengua castellana, Un millón de muertos, de Gironella, Guerra y paz –en una edición con fotos de la película de Mel Ferrer y Audrey Hepburn–, y una fila de noveluchas que no sé si mi padre pedía a una casa editorial de Barcelona y que no recuerdo bien. Bueno, había una sobre los bajos fondos. Y estaban los tebeos: Hazañas bélicas, El Jabato, Pumby

En casa había lo que había. En el colegio no recuerdo que nadie me guiase o me incitara hacia ese placer supremo, salvo las lecturas obligadas de las asignaturas de literatura o de filosofía o de Formación del Espíritu Nacional.

Tampoco he sido un visitante de las bibliotecas. Durante años he comprado muchísimos libros, muchos más de los que nunca podré leer durante esta vida y otra que me regalase el Sumo Hacedor. Me apetece tenerlos a mano, conmigo. Los libros se nos revelan en la soledad de nuestra estancia.

Admiro, amo las bibliotecas. Hace unos días escribí un pequeño texto para el centenario de la Biblioteca Azcárate, de la Fundación Sierra Pambley. Y creo que me emocioné al “pensarla y describirla”. Y al estar allí para que se grabaran mis palabras. Podemos copiar aquí la parte final de esa colaboración.

“Loor a la Institución Libre de Enseñanza. A sus archiveros y bibliotecarios. A ellos, que como Calímaco, que inició la ardua tarea de catalogar la biblioteca de Alejandría, son los “ordenadores del universo”. “Ordenadores del universo”, ese es el nombre que les daban los sumerios.

Recuerdo ahora aquel cuento sobre un espacio de galerías hexagonales interminable, babélico, lleno de libros, donde su autor dice: “Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única– está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta”.

Hasta entonces, hasta ese último aliento, en ellas estarán todos los mundos. Y seguirán ahí –para nosotros– las fábulas y los conocimientos. Y las voces de los que ya no están. Serán los lugares donde cobijarnos, donde albergar nuestras almas y nuestra sangre; porque ahí siguen viviendo las historias, los poemas y las palabras que nos acunaron y nos estremecieron”.

Pero, repito, no me encuentro demasiado relajado al lado de otros lectores. No me concentro. Es una manía, y a veces siento aquella sensación que ya describió Cernuda cuando habla de una biblioteca donde los libros mueren, que nadie se apercibe del olor exhalado por tantos volúmenes corrompiéndose lentamente en sus nichos.

¿Qué impacto tuvo tu etapa escolar en cuanto a la lectura? ¿Y la universitaria?

En esos años del paso del colegio al primer curso universitario, me recuerdo comprando siempre libros. A partir de los 17 años mi imagen es la de alguien con un libro bajo el brazo. O revistas. Iba casi a diario a la librería de Johny, Pisa, en el barrio italiano. Me enganché de tal manera, que sigo siendo un adicto. Hasta que no fui a Oviedo a terminar la carrera de Derecho, la rutina diaria era pasar allí gran parte de la mañana. Luego íbamos a tomar vinos por la zona y se volvía por la tarde cuando, después del cierre, íbamos al barrio Húmedo o a su estudio de pintura, donde yo tenía un cuartito.

En esa época ya empecé a comprar poesía, de las colecciones de El Bardo u Ocnos. Y casi todos los ejemplares de colecciones como Palabra Menor de Lumen, o los Cuadernos Marginales o Ínfimos de Tusquets, y de teoría política, los Cuadernos de Anagrama. Y cosas de Alianza, por supuesto. Muchos títulos me los consiguió Chuso Anderson, que por aquella época trabajaba en Everest y podía sacarlos con el 30%. De esa fecha son los de Borges, Hesse, Kafka o Pavese. Hablo del año 74.

Y con las revistas tenía más vicio. Me suscribí a varias y otras las compraba en el quiosco de Miguel, que me fiaba. Las revistas o semanarios de la época, Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, El Viejo Topo, Ajoblanco, Gaceta del Arte, Guadalimar, Camp de l’Arpa, Historia 16… las adquiría con ánimo un poco de coleccionista. También hay literatura política, Sistema o Zona Abierta. Ah, y tengo la colección de una de las más bonitas e interesantes, los Cuadernos del Norte. Y la de Poesía, que fue posterior, la más exquisita. Ahora que lo pienso, no sé de dónde sacaba el dinero. Uno de mis tíos me daba buenas propinas, pero no recuerdo haber recibido ninguna herencia ni un  legado suculento.

Y las que en la ciudad iban editando los amigos, como Yeldo, Margen o Alcance.  Hace años que me estoy quitando de ello. Pero sigo con Clarín y otras de literatura, o Sibila, una exquisitez, o Scherzo, de música clásica; con Minerva, que edita en Madrid el Círculo de Bellas Artes… Y hace nada conseguí completar la de Renacimiento.

Siempre he estado suscrito a varias. Muchas suscripciones se acababan antes de tiempo y no te devolvían el dinero. En eso eran más animosos, pero menos de fiar, de Despeñaperros para abajo.

¿En qué época de tu vida has leído más intensamente literatura?

Desde que comencé sigo en ello, y no veo la manera de acabar con este vicio impune.

Leemos, desde la infancia, contra la nada, en secreto a veces, a la luz de una linterna bajo las sábanas. Puede que con el corazón a borbotones o los ojos llenos de lágrimas. Nos sucedió de niños al leer a Salgari –que murió pobre en el norte de Italia– y al desplegar nuestro mapa del tesoro. O al sentir que los libros hablaban, que al abrirlos nos llegaban las voces de los personajes de entre sus páginas. Oíamos otros mundos o el silencio de las estrellas. O el mar o aquella tormenta que hace encallar la nave del pirata. Como le sucedió a Borges, el ciego, que oyó en los libros, bruscamente en una tarde, el ruido de la lluvia que, sin duda, sucede en el pasado. Y a Gil de Biedma, que sintió la especial sonoridad del aire, siendo adolescente, mientras leía, al dejar el balcón abierto una noche de verano.

Parafraseando a Wordsworth, esos serían los primeros afectos, aquellos inconsistentes recuerdos. Luego, ya se sabe, en palabras del mismo autor, “aunque ya nada pueda devolvernos la hora / de esplendor en la hierba, de gloria en las flores / no debemos afligirnos, sino sacar / fuerza de lo que aún perdura”.

¿Crees que haber leído cierto tipo de libros te ha ayudado en tu carrera profesional de un modo indirecto o remoto? ¿Crees que ciertas lecturas lo han hecho de una forma más directa?

Soy funcionario de Justicia. Parecería en principio que en el desempeño de mi tarea profesional poco pueden influir las ficciones o la poesía, manejamos hechos y normas jurídicas. Aunque trabajé unos años como profesor asociado de Filosofía del Derecho y eso, unido a que una parte muy importante de mi trabajo como Fiscal lo es con menores delincuentes o en delitos tecnológicos, sí que me ha llevado a lecturas de sociólogos, educadores, filósofos o teóricos del derecho que no se han dedicado sólo a esos aspectos más prácticos de la legislación, el proceso judicial o las normas.

Luego los he utilizado en escritos míos, más o menos jurídicos o técnicos. Me han ayudado a pensar mejor o a enfocar de forma más adecuada algunos problemas. Así que es de justicia dar aquí unos cuantos en representación de otros muchos: Ferrajoli, Perfecto Andrés, Bobbio, Atienza, Amado, Dworkin, Latorre, Capella, Kelsen, Ferlosio, Appia, Sandel, Nino, Carr, M. Nussbaum, Lanier, Morozov, Byung-Chul Han, S. Pinker, Moreno Castillo, García-Pablos, Bauman, S. Turkle…

Y en el ámbito vital, ¿qué influencia han tenido los libros, hasta qué punto han modulado tu manera de ser o  de pensar? 

Le he cedido a los libros gran parte de mi vida. Estuve en su compañía en amaneceres y noches sin sentido, leyendo y buscando consuelo. Yo me alejaba de la vida o de cualquier valle de lágrimas gracias a ellos. Me llevaban lejos, podía estar en una buhardilla en París, o en países de ultramar, o en una nube escrutando el porvenir o descifrando entre líneas un incómodo silencio.

Claro que queremos la droga de la lectura para acunarnos, que quisiéramos a veces vivir siempre en esa dulce disolución en vano. Pero los lectores entendemos que la vida es otra, que los sueños disfrazan y arruinan la verdad, que la verdad es a menudo la inclemencia de los días, las vergonzosas noches de amor sin deseo o de deseo sin amor. Pero, si lees, todo eso hace menos daño.

Decía Samuel Johnson que la literatura hace a los lectores capaces de gozar mejor de su vida, o de soportarla mejor. Y estoy de acuerdo con Montaigne o Bacon cuando vienen a decir que el hombre culto vive mejor, que la literatura contribuye a la vida buena.

Y hay una cita larga de C. S. Lewis, en La experiencia de leer, que quiero también traer aquí: “La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus privilegios. Hay emociones colectivas que también curan esa herida, pero destruyen los privilegios. En ellas nuestra identidad personal se funde con la de los demás y retrocedemos hasta el nivel de la sub-individualidad. En cambio, cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo. Como el cielo nocturno en el poema griego veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve. Aquí, como en el acto religioso, en el amor, en la acción moral y en el conocimiento, me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser más yo”.

Para acabar, estoy persuadido de que todo esto sucede con la lectura del libro en papel, al menos en una forma más intensa, cognitiva, afectiva y emocional con el contenido. Eso tengo para mí que no ocurre cuando utilizamos las herramientas digitales, que nos convierte en seres distraídos y hacen que no absorbamos con la misma intensidad lo que leemos. Ya lo describió bien Nicholas Carr en su libro Superficiales cuando se hizo eco  de los experimentos de un neurocientífico australiano.

Hay mucho papanatismo con lo digital. Y no hablo de lo evidente, de los efectos indeseados, de la adicción de los jóvenes a todas esas aplicaciones y a ese seguimiento alucinado hacia youtubers e influencers, que son casi todos unos perfectos idiotas. A los gobernantes se les llena la boca con lo de la “brecha digital” y dan en pensar que repartiendo ordenadores todo está solucionado. Además, sabemos que las grandes empresas del sector están trabajando en el campo de las TechEd o tecnologías de la educación, favoreciendo así la educación en línea en vez de la presencial. Y esas grandes corporaciones no son precisamente hermanitas de la caridad.

Cómo han evolucionado tus gustos a lo largo de los años.

He sido de piñón fijo, siempre ando detrás de lo mismo; igual es que no he evolucionado: poesía a esgalla, arte –tengo una buena biblioteca sobre autores, artistas, épocas, estilos, fotografía, música, arquitectura–, crítica de la cultura, ensayo, diarios. Ahí no funcionan demasiado los vaivenes ni las modas –salvo alguna estantería en la que han quedado títulos sobre lingüística, estructuralismo y cosas así –, eso no tiene épocas, lees a los clásicos y lo que se va editando sobre las materias que te interesan. Y, puede que suene a presunción, pero creo que tengo bastante buen gusto, y aunque he acopiado algunos miles de libros prácticamente todos me han parecido en su momento necesarios.

¿Tienes preferencias por algún o algunos géneros? ¿Puedes decir por qué?

No he leído muchas novelas. Todos conocemos las frases de Josep Pla al respecto: “Todo lo que las novelas tienen de exposición, lo encuentro plausible; cuando comienza el conflicto y se inicia la ficción del desenlace, entonces, ya no puedo hacer nada: dejo el libro indefectiblemente. Las novelas son la literatura infantil de las personas mayores”. Y la más famosa: “Después de treinta y cinco años, leer novelas es un síntoma de primitivismo muy acentuado”. Todavía hay otras: “Las novelas, para ser buenas, han de ser muy buenas. No hay término medio… En nuestro país, quizá, aún está más acendrada la mediocridad fundamental del género”.

Lo cierto es que nunca entendí el auge en estos últimos años de algunos novelones que se venden tanto. Que bien está, mejor eso que otras cosas. Todavía hace poco leí algunas páginas en la librería de un amigo de uno de esos bestsellers mezcla de novela negra, historia, romance, espada y brujería. Me pareció algo prescindible, banal; pero era una cata mínima que, lo sé, no dice nada. Puede que yo esté acostumbrado a la precisión de otro tipo de prosa que viene desde los reinos de la poesía.

También diré que el año pasado leí dos novelas de Simenon –hace tiempo leí a los clásicos americanos, Hammett, Chandler y compañía–  y disfruté muchísimo.

Hasta hace poco estuve escribiendo unos textos que se han ido publicando en una revista digital, unos textos apócrifos, una especie de parodia sobre las escuelas, cursos y manuales de escritura. Ahí, el narrador recoge información, toma notas, ensaya bosquejos de tramas y personajes. Pero parece que no consigue ir más allá de la escritura de un dietario, que no se le ocurren ideas con las que construir una narración canónica en prosa. Mas, en el último capítulo, logra escribir un cuento, un cuento de navidad. Y anota que se ha puesto a escribir una novela. Dos chicas –una escritora de libros de autoayuda y su amiga, de cuerpo lleno de curvas peligrosas– se ven envueltas en un asunto turbio durante unas vacaciones en Egipto, ladrones de tumbas y cosas así. Reciben la ayuda de dos personajes; uno lo hace a distancia y por internet, ya que conoce bien la zona, y el otro es un machote lleno de tatuajes, un mercenario en paro. ¿Quién me dice que no está ahí, en ciernes, mi primera novela?

Y el género ensayístico me parece primordial. El imperativo estético de Sloterdijk y Necesidad de música de Steiner son los últimos que he leído.

¿Qué libros puedes citar como lecturas que recuerdas mucho o se puede decir que son tus favoritos (tanto de “ficción literaria” como de “no ficción”)?

Estoy leyendo a un autor, Ignacio Peyró, que en una parte de su diario enumera a los escritores que le gustan. Yo coincido en la mayoría: Galdós, D’Ors, Pla, Cervantes, Larkin, Paul Morand… En mi primer libro, Una habitación en Europa, el último capítulo estaba dedicado a glosar a mis maestros: Baroja, Pla, Faure, Borges, Azorín, González Ruano, D’Ors, Zweig, Gaziel, Steiner, Brodsky, Camba…

Mis últimas lecturas felices han sido las de dos diaristas. Con delectación, saboreando cada página –desde que supe de su existencia por una selección en el suplemento Babelia del periódico El País– he ido dando cuenta de los diarios de Ricardo Piglia, que él atribuye a ese alter ego, Emilio Renzi. En el primero, el adolescente deja la casa familiar en Adrogué para irse a vivir a Mar de Plata. Diversos amoríos, intentos de publicar su primer libro de relatos, el primer single de Los Beatles, su amigo Cacho, que se dedica al robo de coches; el abuelo, que vive obsesionado por su colección de cartas y recuerdos personales de los soldados italianos que sirvieron a sus órdenes en la Primera Guerra…

Y todos habíamos oído hablar de Julio Ramón Ribeyro y sus diarios. Yo he sido un lector tardío de La tentación del fracaso, que se editó ya en 2003 en Seix Barral. Finalicé su lectura en los primeros días de diciembre de 2019. Un desdoro para un diarista que se precie.

Aunque la pregunta me parece que era otra: diré que la poesía es el género que más frecuento. Aquí nos alargaríamos demasiado, tendríamos que resumir toda una vida de lector, más de cuarenta años. Quizá valga con una frase un tanto aséptica y utilitaria para que no nos emocionemos demasiado hablando de Machado o Biedma, Blas de Otero o Garcilaso, Dickynson, Larkin o Tranströmer. Es de Bradbury, que viene a ser un consejo para alguien que quiera ser narrador: “Lea usted poesía todos los días… Ejercita los músculos que se usan poco; mantiene alerta los sentidos; no permite que nos olvidemos de la nariz, el ojo, las orejas, la lengua, la mano; condensa un mundo en una metáfora. Como las flores de papel, las sílabas del poema se abren ante nosotros en formas gigantescas”. Aunque tengo la sensación, ay,  de que ese fervor hacia la poesía va moribundiándose con el paso de los años.

Situándote ahora “al otro lado”, como autor… ¿con qué propósito escribes? 

He escrito cuatro tomos de diarios que abarcan la época de mis últimos ocho años. El quinto estará pronto en prensa. Más un libro de epístolas, titulado Estatuas de sal, y otro del que me siento bastante orgulloso, unos textos líricos y tristones, ya maquetado, y a la espera de que amaine la crisis sanitaria y se puedan hacer algunas presentaciones, la primera en Barcelona, porque de allí son los editores.

Sobre la escritura de diarios, no hace tanto, un editor venía a decir que uno de sus vicios nocturnos era la lectura de diarios de escritores: “Por los diarios se puede transitar de forma relajada. Son un invento perfecto como libros de cabecera. Si el estilo, la música, te gusta, uno se duerme plácidamente arrullado”.

Poco más es lo que yo pretendo. Que lo que uno escribe sea un sucedáneo de los ansiolíticos, que nos aleje de Urgencias y otros griteríos y contaminaciones. No tengo para ello una poética demasiado dibujada, sino que es mínima, enclenque, dispersa. Algo dejé escrito al respecto en uno de mis diarios, en una entrada de un mes de abril.

“¿Para qué escribo un diario? ¿Por qué? Quizá ahora podría explicarlo: para reproducir el instante en que la luna brillante de este Jueves Santo se eleva en la noche clara y sin viento, y, en la habitación, la música lleva de un lado a otro un polvillo de emociones y recuerdos. Para dejarlo fijado aquí, creyendo que la escritura puede copiar la realidad, ser un espejo de este momento, de esta luz incierta, de esta leve melancolía. Para sorprender la verdad de este fragmento de vida. Para detener el tiempo.

Para coleccionar destellos de los días pasados; para desprender alguna pepita de oro de entre la informe ganga mineral de las horas iguales, del zumbido inexorable que produce el aleteo de los pájaros negros, de las noches que se ciernen.

Escribir un diario para apurar este tiempo que calla y huye; para notar que los sueños se posan en mis ojos; para no sentir el miedo del futuro; para que mis pies se mojen en la espuma de los días; para sentirme a veces feliz; para transitar un poco más atento por este mes de abril; para refugiarme, sentirme protegido, ovillarme, buscar un lugar más mío, un cobijo; para hacer que cuando salga de esta habitación en penumbra llena de libros y bañada por la luz fría de la luna, quede temblando una luciérnaga, una lucecita azul como esa que protege el sueño de los niños; para que en ella quede habitando un poco el amor”.

Creo que el diario va más con mi carácter. No sé si Baroja se refería a eso cuando hablaba del “fondo sentimental” del escritor. Puede que haya también mucho de incapacidad para afrontar otros géneros; no creo ser un contador de historias, un creador de vida imaginada, un fabulador, y la poesía es algo demasiado serio y no creo que me visite ya a estas alturas. El diario te compensa del fracaso de no poder escribir en esos otros registros. Y te permite también moldear la realidad, es suficiente con ser verosímil.

Quizá tenga una explicación psicológica, el diario es como la novela del ego, puro narcisismo. Pero no creo ir de ese palo, más bien busco la compañía de los amigos –casi me resisto a llamarlos lectores–, a sentir su proximidad de otra manera, a retenerlos a mi lado. Algunos comentarios me han dado muchas satisfacciones. Ahora que lo pienso, puede que ande metido en esto, puede que escriba para que me quieran.

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